Planes y Accidentes

Planear es hacer planes. Planear es también desplegar las alas y caer una caída tan suave que es percibida como un modo de volar. Acariciar la resistencia que el aire ofrece a las amplias alas quietas.
Me mensajeaba con mi amiga de toda la vida desde una hamaca sobre un morro en la península de Nicoya, Costa Rica. Ella en invierno en un Buenos Aires. Yo frente a otro caluroso atardecer.

Yo: Eso es lo que planeo por ahora.
Ella: Estás planeando. Y el planeo es volar dejándose llevar por el viento.

Antes de salir de Buenos Aires hice un curso náutico que me habilitó para conducir lanchas. Ahí aprendí que ir al garete es estar a merced de viento, mareas y corrientes. Pero aunque uno vaya al garete, sí tiene preferencias e intenciones, lo que no puede es aferrarse demasiado fuertemente a ellas, ni al timón. En mi viaje sin planes pero con planeo, no controlo cómo sopla el viento pero a veces tengo íntimas expectativas a las que imploro ayude. Lo que hacen las circunstancias es develar la fuerza de mis intenciones y desarrollar mi capacidad de adaptación y actualización de expectativas. Un eterno recalcular, una frecuente renovación del optimismo, una gimnasia del desapego y la capacidad de sorpresa. No hacer planes, planear.

Caprichos de papel

En el arte de planear, ayuda ser plenamente consciente del carácter caprichoso de muchas, sino todas, las propias ganas. Pero no sólo las ganas son caprichosas, las reglas de juego que imponen las variantes circunstancias también lo son. Estaba en Nicaragua hacía dos meses. Primero Popoyo/Las Salinas y después Gigante.
No tenía ansias de irme, pero ya había consumido dos tercios del tiempo de la visa de turista que nos dan en la región CA-4 (Nicaragua, Guatemala, El Salvador y Honduras) y la experiencia de la casa WifiTribe llegaba a su fin. Era un buen momento para seguir viaje. A menos que renovara la visa, tenía un mes para salir de la región ya sea hacia México o Costa Rica. La visa se podía renovar haciendo trámites en las capitales de cada país, pero costaba más caro tanto en dinero como en nivel de stress que hacer el viaje hasta la frontera con Costa Rica, salir y volver a entrar. Sin saber si iba a necesitar todos esos días, pero sabiendo que no me gusta correr y habiendo conseguido cómplice, me dispuse a desandar los caminos polvorientos que me habían llevado desde la frontera hasta las playas de Nica dos meses atrás. Fuera de la increíble diferencia en mi percepción al andar el mismo camino por segunda vez, el caluroso trámite no tuvo sobresaltos. Salimos, entramos, pagamos, sello, sello y 90 días de libertad para pasear por los países de CA-4. Esa misma tarde llegamos a Managua y empecé a pensar cómo seguiría mi ruta. La primera opción era irme en Ticabus desde Managua a Guatemala y desde ahí huir rápidamente hacia Antigua. Entré a la oficina de Ticabus a comprar el boleto, porque no se puede comprar ni online ni por teléfono. Conversando con el vendedor me enteré de que el viaje implicaba hacer noche en un hotel en El Salvador, y que la noche de hotel no estaba incluida en el pasaje. Eso me malhumoró ligeramente. Cuando estaba por pagar, ya sin ánimo, el empleado me preguntó si tenía la vacuna contra la fiebre amarilla. Chan. Tengo la vacuna pero no el papel. Problema: en la frontera de Honduras me la iban a pedir. Misión abortada. Salí de la oficina con la certeza de que no iba a tomarme el Ticabus y con un nuevo problema que resolver.

Recalculando

Esa misma tarde dejé Managua para ir a conocer otras playas. En los ratos de wi fi buscaba información sobre otras conexiones terrestres que me pudieran sacar de Nicaragua sin riesgo de quedar atrapada en la frontera de un país con fama de hostil (El Salvador, Honduras) por falta del papel amarillo. Envié mensajes a amigos viajeros que habían cruzado esa frontera hacía poco. “Sí, si sos sudamericano te lo pueden pedir (o no, viste como es), pero se supone que es requisito.” Lo más gracioso es que los países que me la exigían eran países por los que iba a pasar, no quedarme. Al parecer, Guatemala no la pedía. Tanto menos si uno llegaba volando. Empecé a buscar vuelos. No salían más que el bus, pero había que sacar ida y vuelta. Contemplé la opción de vacunarme en Managua para tener la libertad de ir a Roatan a aprender a bucear, que era una de las ideas del viaje desde el día 1. Una de las intenciones, uno de los planes tentativos. En Managua podía aplicarme la vacuna 1 vez por semana, los jueves, en un sólo lugar. Era viernes, cuac, tenía que esperar 6 días… ni modos.
Los caprichos institucionales me acorralaban, recalculando. A esta altura tenía un simpático e inútil enojo hacia las políticas de frontera de dos de los países más pobres de la región: El Salvador y Honduras, ya ni quería cruzar sus fronteras, me habían hartado. Pensaba que de ese modo cómo pensaban hacer crecer el turismo. Pensamientos fútiles que me distraían de la acción que tenía que tomar: decidir de qué modo de salir de Nicaragua.

Tierra y Aire

A mí me gusta viajar por tierra porque uno puede apreciar el degradé entre un paisaje y otro, entre una cultura y otra, entre un dialecto y el siguiente. Las rutas y sus historias encarnadas en paisaje, estructuras, usos y costumbres. Pero esto ya era demasiado. Si me iba de Managua para el norte, claramente, me iba volando.
Cuando uno pasa del plan de viajar por tierra al plan de subirse a un avión, las posibilidades se multiplican. Ya que iba a volar podía volar hasta USA, hasta México, hasta donde se me ocurriera. Es bien sabido que los valores de los pasajes de avión no guardan correlación únicamente con la distancia que se recorrerá. Por eso es tan inquietante la tarea de buscar vuelos, sobre todo cuando a uno le da un poco lo mismo a dónde llegar. Empecé a buscar probando diferentes destinos, aeropuertos, fechas, capturando la pantalla de un resultado para volver a encontrarlo mañana. Mañana o en dos horas cuando estuviera lista para decidirme, ingresar los datos de mi tarjeta y pegar un salto de ritmo que no esperaba. Miré vuelos a cualquier cantidad de lugares para finalmente decidir que por mucho salto que pegara, no me daban ganas de irme fuera de Centroamérica. Compré un boleto ida y vuelta a Guatemala. Sabía que no iba a tomar la vuelta, pero era más barato que comprar sólo ida. Ya estaba a punto de fastidiarme con la línea aérea y su política de precios pero me contuve. Basta de indignación recurrente. Este era el plan: subirme un avión para saltearme dos fronteras. Un vuelo para prescindir de un papel. Un nuevo plan resultado de contingencias caprichosas del camino. Guatemala, allá voy.