Sujetos en la frontera

Me desperté a las 5.30 am en Nicoya. Me guindé (colgué) mis petates y bajé algunos metros la colina donde estaba para subirme a un taxi que me llevó al primero de los cuatro buses que iba a tomarme esa mañana. Viajé de Nicoya a Liberia disfrutando del aire fresco matutino que entraba por las ventanillas abiertas del bus. En Liberia desayuné un gallo pinto con huevos revueltos (desayuno típico por aquí) y fui al baño. No me sobró ni un segundo para subirme al siguiente bus, de Liberia a Peñas Blancas, la frontera. En ese tramo conversé con una chica nicaragüense radicada en Costa Rica que llevaba un televisor para su madre. Lo había comprado en una promoción de 2×1 y lo llevaba envuelto en una bolsa de consorcio que sujetó fuerte todo el viaje para que no se le sacudiera y golpeara. Hablamos del trabajo en Costa Rica (poco y precario para ella), de su feliz matrimonio con un Tico que trabaja de seguridad, y de su pueblo natal, cerca de Rivas;  a donde se dirigía a visitar a su mamá y llevarle su regalo.

Discriminación política

Poco antes de llegar a Peñas Blancas subieron al bus a controlarnos los pasaportes. Por la ventanilla ya se podían ver las estructuras improvisadas por los cubanos (y haitianos) que se encuentran varados en territorio Tico porque Nicaragua no les concede paso por el suyo. Vienen viajando por tierra desde Ecuador con la intención de llegar a Estados Unidos. Una vez más las fronteras, los gobiernos y los migrantes en tensa relación. Chozas armadas con bolsas de residuos, piedras y palos resistían tras una noche tormentosa. En esta trama, desafortunadamente, basta con ver el color de piel de las personas para adivinar sus circunstancias. Por eso, la siguiente vez que subieron al bus ni siquiera nos pidieron pasaporte. Esta vez era un militar nicaragüense, y bajó del bus a dos personas basándose únicamente en el color de su piel. Me habían contado que hay refugiados en Peñas Blancas. Que son muchos. Que están varados. Sin embargo, no hay cómo estar preparado para esas escenas.

Obediencia y Suerte

Quería llorar, pero tenía que bajar todas mis cosas y caminar hasta el puesto de control, pagar un impuesto, mostrar mi pasaporte varias veces. Tenía que someterme a la experiencia de la frontera, al poder estatal ramificado en forma de policía, agentes, funcionarios que obedecen. A mí me tratan bien. A mí me dejan pasar. Ni siquiera me revisan el bolso. Yo también obedezco, pero mi suerte no es la de lxs cubanos. La palabra obediencia me produce escalofríos, miedo y rechazo desde siempre. No sé si tendrá algo que ver con nuestra triste historia y su obediencia debidaO si es sólo mi esencia punk y contestataria que siempre me trae problemas hasta en los trámites más pueriles. (como cuando hice la visa para el país en el que estos refugiados son bienvenidos sin visa, pero al que no pueden llegar)

Cuando pagué el impuesto le di algo de dinero a un hombre que pedía junto a la ventanilla de pago. No hablaba, sólo agitaba un recipiente. Era negro, era un migrante, su situación no requería explicaciones. Todas sus singularidades aplastadas por estas categorías. Me miró a los ojos con una mirada vidriosa y cansada. Yo lo miré como pude, intentando que sintiera que lo veía. Que alguien lo veía. Sostuve la mirada en silencio sobre sus ojos ausentes y tristes y le deseé suerte.

Tertulia de bus

Mi amiga Nica, su televisor y yo pasamos del otro lado sin demasiadas demoras ni contratiempos. Me habían advertido que ni bien saliera del puesto de control se me iban a abalanzar ofreciéndome taxis que no me quería tomar. Estaba aliviada porque tenía una compañera local que se tomaba el mismo bus que yo: a Rivas. Como a cada bus esa mañana; nos subimos corriendo. Estaba casi lleno y no tuvimos que esperarlo, sino más bien al revés. La población del bus eran puros nicas. Señoras arrugaditas, mujeres con niños, trabajadores de piel y ropas curtidas. Nos sentamos casi al fondo y se armó una tertulia ruidosa a la que sólo estuve invitada gracias a mi amiga del televisor. Hablaron de los refugiados. Una señora se preguntaba inocente y sinceramente si eran malos. Mi amiga le respondió: “No es que son malos, sólo andan buscando vida, así como nosotros vamos a Costa Rica buscando mejor vida”. La señora más arrugada del bus contestó risueña: “¿Cómo va a ser mejor la vida en Costa Rica si es todo carísimo?” Yo pensé automáticamente y casi sin querer: “En Costa Rica no hay ejército” mientras me imaginaba a la señora cocinando para decenas de personas cada día durante toda su vida. No dije nada. Empezaron a comparar precios y hacerse bromas. El paisaje que veía por la ventanilla era más seco que todo lo que vi en Costa Rica. La tierra dura y clara: tosca. El bus se sacudía como una licuadora sobre el camino irregular de tosca levantando polvo claro a su paso. De ese que se pega a la garganta y la seca. Siendo testigo de la tertulia espontánea pensé cuánto tienen en común las personas de zonas rurales de mi país con éstas. Estaba cortada y pegada en un mundo ajeno. Las circunstancias inmediatas de vida pueden ser más determinantes de la identidad que la latitud o el país.

Suerte de Mujer

Mi amiga y su televisor me acompañaron hasta el mercado de Rivas sólo para que no esté sola a la hora de subirme al siguiente bus. Camaradería y hospitalidad desinteresadas de mujer local a mujer visitante. A esta altura el calor ya era mucho. Casi mediodía, ni una nube en el cielo, me faltaba poco: el último bus de Rivas a Las Salinas. Tenía que comprarme un chip de celular nicaragüense para poder avisar que estaba llegando y que mi anfitriona me buscara en la ruta. Bajé del bus y su tertulia en un mercado superpoblado, caliente y pegajoso. A los turistas se nos reconocía a cientos de metros de distancia. Otra vez se abalanzaban gritándome destinos. Otra vez tenía que asegurarme de evitar los taxis y subirme a un bus. Otra vez no me sobró ni un segundo. Mientras compraba mi chip en un kiosquito, el bus que iba a Las Salinas arrancó a paso de hombre. El muchacho que sube y baja el equipaje sabía que yo me lo tenía a tomar y me miraba colgado de la puerta de atrás mientras el bus avanzaba lentamente saliendo de la estación. Me hacía gestos de que me apure. Me apuré. Corrí tras un bus amarillo que avanzaba en primera. No pude probar mi chip.

El chavalo me ayuda a subir mis cosas y me indica que me acomode entre ellas al fondo del bus que está lleno a más no poder. Y seguirá subiendo gente. En los últimos asientos, los cercanos a mí, sólo hombres de mediana edad. Junto a mí un heladero y su heladera cargada de helados. Me siento entre los bolsos. Los hombres me lanzan miradas entre curiosas y maliciosas. El viaje se me hace largo. Los trabajadores del bus me regalan piropos a menos de 20 cm de distancia de mi cara, miradas abiertamente lascivas, bromas no bienvenidas. Uno de ellos en un momento cambia de estrategia y me compra un helado. Camino por el bus, me cambio de lugar, hablo con los únicos dos turistas que están en el bus. Hago ver mi rechazo a sus modos sin hacer escándalos o alimentar el morbo. Intento hacer funcionar el chip que compré a las apuradas. Cansada, incómoda (y no por estar parada o por el calor), un poco enojada y bastante ansiosa por llegar, pienso vagamente sobre la suerte de ser mujer, negro, cubano, pobre, libre en este mundo. Aquello que lxs otrxs deciden valorar de lo que no podemos evitar ser. Rasgos de identidad, de especie, de género, de nacionalidad que nos sujetan en tanto generan respuestas y posibilidades o imposibilidades en nuestro entorno. De golpe tiene mucho sentido que sujeto sea el participio de sujetar. Y tiene mucho sentido que yo no quiera ser mirada por nadie más, que quiera hacer desaparecer mi mujeridad, que quiera bajarme de este bus de una buena vez.

Fotos cortesía de Ariana Crespo para la Voz de Guanacaste. Ver fotorreportaje completo aquí