Frágil y Abundante

¿Puedo acostumbrarme a las bandadas de pelícanos cruzando la playa en majestuosa formación? Los veo planear al ras del mar, entre las olas que afiebran a los surfistas, y casi que noto cómo al pasar despeinan las partículas de agua más superficiales y transitorias; las que ya se quieren evaporar.
¿Y a las ardillas de lomo gris jaspeado y patas coloradas que se persiguen unas a otras dibujando espirales  sobre los troncos gruesos y añosos, sólo por jugar?
¿Puede uno acostumbrarse a tanta vida?
¿Puede uno acostumbrarse a la muerte?

Compañía Hermosa

Antonio me había ofrecido amablemente que durmiera esa noche en una casa que él alquila, cuyo nuevo inquilino aún no llegaba. Pero el inquilino se adelantó un par de días y entonces me dijo que, si me animaba, también podía ir a la casita rústica (palabras de él) donde él estaba parando, pegado a la punta de Playa Hermosa. A mí la palabra rústico en lugar de asustarme me atrae, así que acepté sospechando que iba a estar muy en contacto con la naturaleza y escuchando el rugido del mar como arrorró.

Me alcanzó en moto desde Jacó hasta la casita mágica. El tenía que  trabajar todo el día y yo iba a tener el chante (la casa) toda para mí sola porque su compañero de vivienda se había ido a San José. Pero si hay algo que no estaba ahí era sola. Además de las iguanas, ardillas, mariposas y pájaros, estaba la Chiky. Creo que hasta le dije a Antonio, mientras le acariciaba la cabeza al ritmo de su rabo: “¡Ah pero no estoy sola!” Apenas Antonio se fue, la Chiky y yo nos dedicamos a estar juntas. Trabajé un rato mientras ella, ovillada a mis pies, bostezaba y levantaba la vista cada tanto a ver si ya era hora de hacer algo más divertido.

Cuando me levanté para ir a la playa ya sabía que íbamos juntas. Me acompañó en un atardecer precioso, jugando con lxs niñxs que se habían acercado a escucharme cantar e interrumpiendo cada tanto alguna canción con una simpática demanda de mimos muy perruna e irresistible. Una nena chiquita sentía muchas ganas de tocarla pero le daba miedo, y yo la fui convenciendo de que se quedara quieta así la nena podía entrar en confianza.

Miranda, que tenía 7 años y una guitarra que no había llevado a la playa, estaba muy interesada en el cuatro. Al cabo de 5 minutos de conversación me dijo que ella tenía pensado pedir uno para su cumpleaños.

-No me mientas Miranda si te acabo de decir como se llamaba, no podías saber que querías uno si ni siquiera lo conocías.

-No te estoy mintiendo – torciendo la cabeza en franca picardía

-Mmmm no te creo – repetí con sonrisa igualmente pícara

-¡Ay! La que no se decide donde quiere vivir no me cree. – Lanzó certera y sorpresivamente.

Me quedé dura. Ese mismo había estado pensando en mi leve contradicción entre querer moverme pero también querer conocer y conectar en cada lugar y por eso mi empeño en darme cotidianos transitorios. Me había estado preguntando a mí misma si acaso estaba buscando un lugar a donde mudarme por un tiempo.

-¿Y vos cómo sabés eso?

-Tengo cerebro o no vivo.- Respondió toda canchera.

Me dediqué a explicarle a Miranda el significado de la palabra “canchera”. Al mismo tiempo que sentía la certeza de que la intuición existe y los niños la tienen; la Chiky se acomodó en uno de los pozos que Miranda había hecho con sus piecitos durante nuestra charla. Miranda se fue a la piscina de su hostal prometiendo compartirle mi blog a todos sus compañeros de clase. La Chiky y yo volvimos al chante persiguiéndonos, juego que propuse yo probablemente inspirada por las ardillas. Corrimos por la arena firme mirándonos a los ojos, riendo las dos. Ella con risa de perra, que ocupaba todo su cuerpo cuadrúpedo.

Imperceptible

Antonio volvió tarde y nos charlamos la vida afuera en el quincho mientras el mar nos soplaba salitre sobre la piel. A la mañana siguiente nos tomamos unos mates y él se fue a trabajar. Yo también me senté a terminar algo de trabajo y después hice una serie de yoga de una hora y pico mientras la Chiky retozaba en su rincón. Terminé la serie y me metí en la ducha. Salí, me sequé y agarré la bici deseosa de salir a pasear con la Chiky corriendo a la par de los rayos. Estaba de muy buen humor. Abrí la puerta, saqué la bici, la llamé y la miré. No me miraba. No respondía. Me acerqué. No respiraba.

Mi ánimo cambió, mi cuerpo se alteró de un modo que me cuesta describir. La contundencia de la muerte. La fragilidad de la vida. Quedé atónita y levemente angustiada. Súbita e imperceptiblemente el misterio de la vida había abandonado la carne de la Chiky. Cuando eso pasó yo estaba justo al lado practicando yoga en silencio y aún así no advertí nada. De golpe, todo era distinto.

No puedo acostumbrarme del todo a la muerte. No puede no modificarme el estado de ánimo, no dejarme perpleja, no traer un silencio significativo y un montón de palabras que se acercan a rodearlo sin poder extinguirlo.

Pero ya que no puedo acostumbrarme a la muerte, pensé, más me vale nunca acostumbrarme a la vida.