Cenar sola
o ser la invitada
Eso es el viaje.
- Estoy en un restaurant en Antigua. Ceno sola. Soy la única que cena sola. Vine a este restaurant porque me lo recomendó mi anfitriona. Sin embargo está lleno, aunque casi no se vea desde la calle. Como comida italiana, que es lo que hago cuando necesito algo que me haga sentir en casa. En casi todos lados hay un restaurante que se autodenomina italiano. Antigua es una ciudad preciosa, pero después de tres días de estar acá sólo quiero irme. A veces, muchas veces, lo que es precioso en la foto no es precioso en el cuerpo.
La silla vacía
Es una noche de luna llena enorme en Tulum. El plan original era cocinarme en la cocina compartida a la que me da acceso mi intercambio de fotos por alojamiento con el dueño de Simple, un restaurant a 100 mts de la playa. Pero algo improbable y un tanto ridículo frustra mis austeros planes:no logro encontrar la manera de encender la luz en la cocina. Lo intento durante varios minutos. Considero la posibilidad de cocinar a oscuras.Pero es mi primera vez en esa cocina y me doy cuenta de que no voy a encontrar nada. Así que me rindo. Plan b: me llevo suavemente de la mano a comer afuera sola. Bajo a la playa y camino hacia la derecha acariciando con la planta de mis pies la fina arena húmeda del Caribe. Ya casi me alegro de no haber podido encender la luz de la cocina. Elijo una mesa hermosa junto al mar Caribe que regala una segunda versión de la luna: su brillo redondo y blanco esta vez ondulante. Me siento feliz. Sopla una brisa inverosímil de tan perfecta; como todo lo que me rodea. El rugido del mar no es sino un ronroneo. Esto no es el Pacífico. Parece un set de Hollywood. Todo lo áspero que una playa podría tener no existe en el Caribe esta noche. Pura prolijidad de la naturaleza. En la mesa que elijo plantada en medio de la arena (lo más cerca del mar que no sea un camastro chill-out lookeado con flamaeantes telas blancas) hay una vela encendida. Me siento a la luz de la vela. Hay a mi lado una silla vacía. En todas las otras mesas hay más de una persona. Si fuera Hollywood, la escena que protagonizo sería triste. Pero no estoy triste. Percibo mi alegría y silente regocijo. Voy a comer muy rico, pienso. La noche es inmejorable. Mi cama está a apenas 150 m de pasos descalzos sobre fina arena húmeda.
Acerco la silla vacía a la mesa. Estiro las piernas y y las apoyo ahí para estar más cómoda.
La ceremonia
La camarera viene una vez. Luego viene otro. Luego otro. Todxs me dan charla. Pienso que se sienten obligados, por verme sola. Después pienso que quizás más bien les da curiosidad. Estoy muy relajada y empiezo a dialogar internamente con las suposiciones que hago. Mientras, saboreo mi pescado. Mis suposiciones inventan la expectativa y la sorpresa de los camareros. Sorpresa o desconcierto, intuyo, ante una mujer sola en una postal romántica. Me río. Pienso otra vez que parece un set de Hollywood, realmente. Que es el escenario perfecto para la escena en que que él le pide casamiento a ella. O por lo menos compromiso. Veo la escena a mi alrededor, pero siempre de afuera. Me veo grabándola. Actuándola. Pero nunca viviéndola. Me vuelvo a sonreír. Nunca pensé que podía sentirse tan romántico cenar sola. Me imagino en una cita conmigo misma, aceptándome el compromiso de no traicionar sueños y deseos para así disfrutar del frágil viaje de la vida, con sus vaivenes y variedades. Qué cursi estoy.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
El beso apasionado y callado a la luz de una luna llena reflejada en el mar Caribe es con mi mojito. Nadie mira. No se toman fotos. No vuela arroz. Vuelvo a tomarme de la mano para acompañarme hasta la cama. Me siento cansada, satisfecha y a gusto. Termina una cita inolvidable.