Últimas y Primeras

13062256_10154181340119421_5289954962040995606_n Unto el puré de palta sobre la tostada y logro, todavía semidormida, nombrar la melancolía que siento. Son las últimas veces. Me acecha la idea. Cada pequeña adaptación cotidiana, cada maña, cada recoveco querido sobre el que acciono, que conozco al dedillo, sobre el que piso firme aún dormida. Todo, cualquier cosa; es probablemente la última vez que es así. Pero, momento, ¿Eso no es cierto siempre?

Absolutamente siempre.

Nomás reconocido el fantasma que me abate, comienza la operación de ridiculizarlo. Que pierda poder, que se vuelva cómico, por favor.

Me digo que es una idea la que me melancoliza. Que estoy permitiendo que ella lo tiña todo. Que a lo largo de la vida es muchísimo más difícil reconocer las últimas veces que las primeras. Nunca se sabe. Cualquier cosa es irrepetible, y si bien acomodamos las vivencias en cajoncitos y categorías, éstas están en producción continua. Mañana puedo crear una categoría que contenga un montón de cosas que ya hace un montón no hago. ¡Es una trampa! La idea de las últimas veces es siempre una operación nostálgica, algo que se decide a posteriori.

Soy una melancólica-pienso, y ensillo el mate.

En cambio las primeras veces. Pueden dar miedo, sorpresa o entusiasmo. Alegría, pánico, exceso de energía. Y todas las anteriores combinadas, por qué no. Pueden darnos lo mismo: “Ah, mirá, estoy haciendo esto que creí que nunca iba a hacer, qué tanto.” Por ejemplo antes de ayer entré a un local a tomar un café por primera vez en la vida. No fue gran cosa, pero me di cuenta de que era una novedad: desear un café, ir y comprarlo. Nunca me voy a olvidar la primera vez que hice el mylar de Fuerzabruta. Salí tan revolucionada que olvidé toda meditorial juramento20367_310851842136_2225204_ni ropa mojada en un teléfono público (sí! un teléfono público!!! ¿Cuándo habrá sido la última vez que usé uno?) desde el que llamé a mi mamá para contarle de la experiencia. O la primera vez que me besaron. La primera que yo besé. La primera vez que subí a un escenario, a los 6. La primera que operé una cámara de fotos y más tarde una de video. La primera vez que pasé la noche en vela editando. La primera canción que hicimos con John. El primer rol kip sola en un foam de Que Tren.

Reconocer las primeras veces es mucho más fácil (el cuerpo se enciende, sentimos lo inaugural, el abismo, la puerta que se abre) y de algún modo más objetivo. Son definidas por lo que hubo y no hubo en nuestro recorrido vital hasta el momento de experimentarlas. Las últimas veces, en cambio, al estar definidas por lo que va a suceder, son un terreno mucho más pantanoso del que quiero salirme en cuanto se termine el agua caliente y empiece mi anteúltimo Jueves en Buenos Aires. El anteúltimo antes de irme a vivir un año sin invierno.