A la mar crecida

El mar hoy estaba grande. Ya me lo habían avisado. Entraba un “swell” (aumento del oleaje) y los surfistas lo esperaban entusiasmados. Bajé a la playa porque quería verlo. Llevé la tabla porque uno con el mar nunca sabe. Grande no es descripción suficiente. 5 pies, el valor que anticipaba el Magic Seaweed (App que cuantifica los fenómenos que hacen a las olas para predecir condiciones de surf) tampoco. Estoy aprendiendo, de puro mirarlo, que el mar cambia de mil modos impensados y que la experiencia que puedo tener de él me es muy a menudo impredecible desde la orilla. O más bien impredecible a secas, ya que se transforma por completo de una media hora a la siguiente. Entra viento, para el viento, aparece una corriente, empieza a bajar, empieza a subir, se pone “choppy” (picado) o “glass” (lisiiiiiito). A cada momento me puede sorprender. Eso es hermoso e inquietante. Me mantiene prestándole atención. Es un romance nuevo de esos que sabemos que van a dejar huella.
Así que bajé a mirar. Entre los surfers dicen “a checar”. El espectáculo era muy distinto al de todos los últimos días. Yo había estado surfeando ese mar cada día durante las últimas dos semanas, a veces dos veces en el día. A la altura de la playa donde bajé no había nadie surfeando. Vi a varios entrar por ahí y salir rápido porque la corriente hacia el norte era fuertísima. Antes de pasar la rompiente y llegar al line-up (la zona detrás de la rompiente donde se esperan las olas) se los había chupado 300-400 metros. Como 500 metros más al sur había un cúmulo de entre 5 y 10 surfers de esos que suelen dar la pauta de que hay un buen pico por ahí.
El set (las olas más grandes) entraba seguido y poco amigable, cerrón (es decir que la ola se desploma toda de golpe no dejando espacio para que uno la recorra). Veía a los surfistas agarrar olones en que el pico se desplomaba muy rápido, la pared se ponía super empinada y pasado el colapso inicial, el ritmo de colapso se frenaba apenas un poco. Quien agarraba una ola así no tenía más opción que dropearla (bajar de la cresta a la base de una), bancar una caída y amortiguar el aterrizaje para escapar rápidamente a ver si lograba ganarle a la espuma. Las caídas se veían pronunciadas. Yo, que contadas veces tuve olas en las que me pasó eso de que la tabla caiga unos centímetros y yo lograr aterrizar sobre ella (milagrosamente) sin darme cuenta siquiera de lo que iba a pasar hasta que ya había pasado, me imaginaba los drop de los surfistas que miraba a la distancia y lo fuertes y difíciles que debían ser. Era imposible pretender entrar ahí y correr una ola. Pero ni siquiera me animaba a entrar.
Miré el mar y las olas por dos horas desde la orilla. Acuclillada, concentrada, observando los movimientos del agua, la gente, las tablas, las corrientes. Alucinada, adicta. Magnetizada por el tamaño del mar y la diferencia con el día anterior. Dudando sobre mi capacidad de comprenderlo y estimar el riesgo que implicaría entrar. Preguntándome si se sentiría adentro como yo me lo imaginaba desde fuera.
Después de casi dos horas de mirar concentradísima, agarré mi tabla y empecé a caminar hacia la casa. Veinte pasos más adelante me encontré con un chico que miraba el mar también, tabla sobre las piernas, refugiado bajo una palmera bajita. No sé cómo nos pusimos a charlar. El también estaba dudando si entrar, pero no porque le diera miedo. Hacíamos comentarios sobre los picos, las corrientes, las olas. En un momento el mar se calmó. Pasaron varios minutos sin que entrara un set. Norman me dijo que entráramos, que él me daba ánimo, que por lo menos no estaría entrando sola. Le dije

— Esperá que entre un set más y te digo.

Tuvimos que esperar porque tardó. Lo miré, lo estudié, terminó.

— Vamos – Le dije a Norman a la vez que me incorporaba y me acercaba al agua.

Caminé bastante más hacia el sur que Norman. Había decidido mi ruta con bastante seguridad después de observar durante dos horas. El decidió empezar a caminar y remar como 300 metros antes que yo. Caminé empujando la tabla los primeros 50 metros hacia el horizonte azul. Después calculé el momento de calma, me subí a la tabla y empecé a remar con algo de preocupación y algo de optimismo. Intuía que había elegido bien mi ruta de salida hacia el line up. Mi alegría y alivio fueron tan grandes como el mar cuando me di cuenta de que había llegado al line up sin sobresaltos ni sets en la cabeza y bastante antes que Norman, que no tenía nada de miedo de estar en el agua en esas condiciones.
Respiré y me senté sobre la tabla a mirar la mar crecida desde dentro. Por detrás de la rompiente estaba a salvo, pero no tranquila.
Mientras flotaba me decía que no había entrado a agarrar olas sino a intentar que ellas no me agarraran a mí y a enfrentar el miedo de que finalmente sucediera lo inevitable. Más tarde o más temprano un set se adelantaría unos metros y rompería sobre mi cabeza, porque no sólo no sé hacer el pato o duckdive (la maniobra de meterse por debajo de la ola hundiendo la tabla), además, con la tabla que tenía no había chance: era demasiado gruesa y flotaba mucho. Miré las olas erigirse delante de mí y a los surfistas que las tomaban durante casi una hora de tensión y atención. Hasta que llegó el set que no pude pasar. Mientras tomaba una gran bocanada de aire y me preparaba para ser revolcada hacia el inside (toda porción de mar entre la rompiente y la orilla) tuve un poco de miedo, claro. Una vez que la primera ola me sacó de mi lugar seguro ya no me quedaba otra que recibir ola tras ola en la cabeza y dejarlas empujarme a la orilla en modo manojo de músculos atentos y disponibles para las cabriolas subacuáticas e invisibles que la espuma les impone. 4 olas después ya hacía pie y no tenía más miedo.

Caminé hacia la casita con una ensalada de emociones indescriptible. Había observado, había aprendido, había llegado al line up y el mar me había devuelto entera pero revuelta a la arena. A mitad de camino lloré un poco. No supe bien de qué. Pienso ahora que de alivio, de aprendizaje, de orgullo y por qué no, de tanto mar que se me metió en el cuerpo.