Mis días en Chiapas

El cruce

El shuttle que nos llevó a Francesca, a mí y a dos otros viajeros desde Las Flores hasta Palenque fueron en realidad dos vehículos distintos. En la frontera se hacía el cambio. Los que venían cruzando en dirección contraria a nosotros se pasaron al vehículo guatemalteco y nosotros nos pasamos al mexicano trámites, chequeo de pasaportes y equipaje mediante. Lo bueno fue que no tuvimos casi que esperar, y todo sucedió sin sobresaltos.
No se si fue porque tenía muchas ganas de cambiar de país que en seguida me sentí a gusto en tierra mexicana. El conductor del shuttle era extremadamente amable y fue todo el camino contándonos cosas sobre el paisaje y la historia de las tierras que atravesábamos. Pero antes, apenas nos subimos; nos preguntó qué queríamos almorzar porque, claro, estábamos todos hambrientos.

La idea de frenar en la ruta a comer me ponía de buen humor incluso en la situación de estómago delicado en la que me encontraba. Mi optimismo irracional disparado por el entusiasmo de un nuevo comienzo incluía en su combo de maravillas la idea de que nada malo podía pasarme ahora que estábamos en Mexico. Paramos en una fonda familiar preciosa al costado de la ruta y me pedí un caldo de pollo. Estábamos todos felices y entusiasmados. Mis compañeros de shuttle caminaron hasta otro puerto a comprarse un pozol: bebida/alimento tradicional maya elaborado a base de cacao.
El camino que llevaba a Palenque atravesaba comunidades zapatistas. Había carteles pintados a manos de los que dicen: “acá manda el pueblo y el gobierno obedece”. Lejos de conocer las vicisitudes de la realidad zapatista, la sola lectura de un cartel así me encendió el pecho de admiración y esperanza. Acto seguido me sentí tonta por mi ignorancia y emotividad de turista ventanillera, pero no importa porque no se lo contamos a nadie… ejem.
Mientras viajábamos se dio la charla de dónde dormir en Palenque. Francesca y yo, por supuesto, no teníamos idea. Una chica alemana había escuchado de un lugar que resultaba ser el mismo que el 4to pasajero del shuttle, mexicano él, nos estaba recomendando. Dormiríamos en el Panchán, un complejo en plena selva a algunos km de Palenque y a pocos minutos de las famosas ruinas. Ah, y seríamos las tres: argentina, italiana y alemana.

Retorcijones, Cascadas y Templos

Mis primeras dos noches en el Panchán fueron algo traumáticas. Mi cuerpo no podía retener alimento alguno. Como consecuencia casi no tenía apetito y aunque tenía bastante energía, estaba muy pendiente de no deshidratarme. Recuerden que estaba en el medio de la selva, en una cabañita que compartíamos Francesca, la alemana del shuttle y yo. Por suerte, a 500 mts, del otro lado de la ruta, había un hotel semi cheto (o “fresa” para hablar en mexicano) en donde resultó ser que vendían Powerade. Apenas me dijeron eso me compré un arsenal y me dispuse a quedarme tranquila y cerca del inodoro.

Las chicas fueron a las ruinas el primer día que estuvimos ahí pero yo sentía que tenía que descansar. También fueron a caminar por la selva y entre cascadas. Me costó un poco perderme esos planes, pero decidí respetar el proceso que estaba viviendo mi estómago. Mientras tanto, fiel a la filosofía optimista de “si sucede conviene”, decidí ponerme al día con la tercera videocanción en la que no había avanzado en absoluto durante mis días guatemaltecos. Un poco porque tenía trabajo con los proyectos online que me habían salido y otro poco porque muchos días había hecho frío y no podía cambiar el vestuario sólo para los coros que era lo único que me faltaba grabar (y no estaba dispuesta a morirme de frío, claramente). El Panchán, este complejo multifacético en plena selva, es absolutamente hermoso. Su vibra era rara porque estaba cambiando de manos propietarias, según nos contó un músico mexicano que llevaba varias temporadas trabajando ahí. En uno de los dos restaurantes dentro de El Panchán hay música en vivo todas las noches y los músicos son empleados permanentes al igual que los artistas que hacen malabares con fuego. Dentro de El Panchán hay un camping y varias opciones de cabañas, ninguna demasiado cara. Lo recomiendo mucho para dormir cerca de Palenque, ya que el pueblo no es particularmente lindo y la selva sí, es alucinante. Tan alucinante es que decidí que iba a grabar los coros ahí. Literalmente ahí. Abrí la puerta de nuestra habitación y saqué trípode, cámara, micrófono, ipod, auricus y celular. A 3 pasos de la cama y 7 del baño (importante) grabé los coros de It burns.

Los días que siguieron comencé poco a poco a sentirme mejor y poder comer algo. También llovió muchísimo y aproveché para elegir las tomas de los coros y empezar a editar la videocanción. Estar hospedadas en la selva era hermoso y eso hacía que no estuviera ansiosa por salir a conocer. Editar en mi refugio mientras afuera se cae el cielo es un placer itinerante que siempre disfruto.
Cerca de Palenque, además de las ruinas, las visitas obligadas son las decenas de cascadas que hay por todas partes. Las más famosas son Agua Azul y Misol-ha pero yo, como buena contrera, terminé no yendo a ninguna de las dos. El mismo músico que nos chusmeó la trastienda de el Panchán nos dijo de ir a otra, menos conocida (y más barata) que era en su opinión más bonita. Fuimos a las cascadas de Roberto Barrios y fue impactante, hermosísimo. No me siento capaz de describir tanta paz, majestuosidad y belleza así que miren las fotos y apunten el nombre. Encima de ser increíbles van muchísimos menos turistas que a las otras. Las ruinas de Palenque, más pequeñas que las famosas de Tikal (de las que ya conté acá) me gustaron más. Las estructuras son parecidas, pero el parque es más chiquito y manejable, se puede pasar a todos lados con tranquilidad, no hay guardias con armas y además, llegué caminando desde mi habitación. Hay ciertas cuestiones simplísimas que no tienen precio. Para mí, prescindir de vehículos y motores es una. Además, a las de Palenque fui sola (en parte porque podía llegar caminando y no tenía que compartir gastos de transporte) porque las chicas habían ido mientras yo hacía guardia junto al baño el primer día. Me doy cuenta ahora, recordando, de que tiene sentido que un paseo por ruinas se viva mejor en soledad. Al fin y al cabo es más factible vivir el lado espiritual del paseo si uno va en silencio y al propio tiempo, intuición y capricho. Hay además un museo en la entrada (o salida) del recorrido que me gustó por no ser demasiado grande y abrumador pero sí concentrar bastante información sobre los mayas en general y el sitio arqueológico en particular. Nuestro amigo músico decía los templos cada vez que se refería a las ruinas y me corregía cuando yo decía ruinas. Un día le pregunté por qué. Me dijo que para él esa tradición está viva y vigente y los templos siguen siendo mágicos y poderosos, no un mero objeto de estudio científico, histórico, antropológico. Para él no son vestigio sino presente. Templos, no ruinas.

Rolliterismo Ilustrado

Después de 4 o 5 noches en Palenque (Francesca tuvo que tenerme un poco de paciencia a que me sintiera mejor y me apeteciera viajar, gracias Fran) nos fuimos para San Cristóbal de las Casas. Nuestro destino final era Puerto Escondido, a donde ella había trabajado de instructora de buceo hacía 8 años y a donde yo tenía ilusión de ir primero por las olas y ahora por la posibilidad de hacer finalmente el frustrado Open Water con Lorenzo, ex jefe de Fran.

San Cristóbal de las Casas está de camino y es parada obligada de viajerxs de la que todos hablan maravillas. Yo sabía muy poco acerca de San Cris. Unos días antes un amigo español con el que chateba la había llamado la “capital del rolliterismo ilustrado”. Para los españoles “rollitero” es una palabra comodín así que tuve que interpretar libremente a qué se refería. Entre ese y los otros comentarios, me imaginaba una ciudad con bastante movimiento cultural, mucho viajero que no pudo irse, música, artesanía y un bonito equilibrio entre cultura y naturaleza. Por otro lado, mis clientes online del storyboard terminado en Antigua finalmente habían aparecido con feedback, crudo y plazos de entrega, así que a mí me tocaba sentarme muchas horas a trabajar.

La idea que me había hecho de San Cris no estaba alejada de lo que encontramos.Fran y yo llegamos casi cuando caía el sol y nos buscamos un hostal por esa noche. Hambrientas, nos fuimos a por unas quesadillas pero yo me estaba muriendo de frío. Mientras nos las preparaban salí corriendo a comprarme unas calzas largas al primer lugar que encontré. Por suerte para mí, Chiapas es muy barato. Después de comer nos fuimos al mercado en busca de zapatillas para mí porque no iba a sobrevivir en ese frío con mis sandalias anfibias y esta vez no era como en Antigua, parecía haber buenas razones para aguantarse unos días de frío.

Para terminar el día caminamos por el andador (peatonal) buscando dónde cenar. Dimos con un restaurant pequeñito a donde había música en vivo: blues, jazz, rock clásico muy bien interpretados. Nos tomamos unas cuantas copas de vino tinto brindando con cada nuevo par. Nos reímos mucho y hablamos entre otras cosas de Australia, donde Fran vivió varios años. Fuimos a dormir satisfechas y con esa preciosa sensación de tener el estómago tibio y mucho por descubrir al día siguiente.
Otra extraña coincidencia sucedió apenas llegando: le mandé un mensaje de Whatsapp a Ari, una viajera francesa que había conocido en Popoyo. Con Ari habíamos hecho planes no ejecutados de ir a bucear a Roatán para finalmente encontrarnos en Antigua y Guatemala durante los días que estuve ahí. En mi mensaje le preguntaba cómo y dónde estaba. Cuando me respondió me puse muy contenta: Ari estaba ahí también, acababa de llegar. Terminé quedándome 9 días en San Cristóbal. Ari y Fran pasearon mucho juntas mientras yo trabajaba en la animación para mis clientes de Florida. Aproveché la abundante cultura de la ciudad y tomé muchas clases: de tela, de danza, de yoga. Apliqué a mi cronograma semanal la misma lógica que en Buenos Aires: trabajo, clases físicas, cocinarme/nos pero también comimos bastante afuera. La oferta gastronómica en San Cristóbal es buenísima y muy accesible. Estando en San Cris, hay que probar los chocolates calientes hechos con cacao de la región, el pequeño restaurant que vende falafel al fondo del andador Guadalupe y el vegetariano te quiero verde.
En resumen tengo lo mismo para decir sobre San Cristóbal que todxs lxs otrxs viajerxs me dijeron a mí. Es imperdible. Una ciudad pequeña que tiene la vibra cosmopolita y cultural de una capital, entremezclada con la tradición chiapateca y el legado zapatista. Buena comida, mucha gente alegre, mucha historia, proyectos interesantes y precios bajos. Me dieron ganas de regresar con más tiempo a colaborar en alguno de los muchos proyectos que trabajan con los caracoles (zapatistas). Sentí que si esa pequeña ciudad fuera menos fría y estuviera cerca del mar me quedaba a vivir ahí sin dudarlo. San Cristóbal era todo lo que yo hubiera querido que Antigua fuera. La historia viva, no para la postal (aunque también sea turística), la curiosidad viajera cosmopolita acercándosele; abundancia de la tierra, naturaleza y cultura.

Mi rincón favorito en San Cris

Voy a dedicarle un párrafo a un rinconcito de San Cristóbal que se ganó mi corazón: el Kinoki. Me enteré de que existía comiendo Falafel con las chicas una noche. En el restaurant había muchas postales y volantes de las actividades culturales de San Cris y entre ellos estaba el de la programación de cine del Kinoki-Foro Cultural Independiente.

Resulta que en este lugar proyectan dos películas por día todos los días. La entrada costaba 30 pesos mexicanos (un poco menos que en pesos argentinos) y los títulos eran prometedores. Además, era sede del festival Ambulante, del que yo tenía alguna idea porque lleva años de existencia y hasta había enviado mi primer documental: “Quien te cuida” para ser considerado para la selección. Por algún motivo, tenía la vaga noción de que era un festival bueno. Miré la programación y me comprometí a ir al día siguiente en un recreo programado de tanto animar para mis clientes. La peli que elegí era una francesa, animada también: “Un gato en Paris”/”Une vie de chat” Apenas llegué me sentí a gusto. Hay que subir por una escalera que tiene música a un volumen bastante alto. Al llegar arriba hay una barra, a la izquierda las salas y a la derecha un pequeño salón comedor con balcones y una vista exquisita. Los pizarrones ofrecían tragos y bebidas que me tentaban, todo era pequeño y acogedor: Un cineclub! Compré mi entrada y me metí en la salita que terminó de conquistar mi corazón. Era diminuta: 6 filas de 8 butacas viejas de cuero con remaches metálicos en perfecto estado a las que se accedía por un angosto pasillo lateral. El pasillo seguía más allá de la última fila a través de una puerta. Espié: no puedo evitar querer mirar la trastienda de la gestión cultural a pulmón.

En esos lugares siempre me siento como en mi casa, como si ya conociera a quienes se dejan ahí los fines de semana y las deshoras, quienes apasionadamente aprenden tareas que nunca habían imaginado y gestionan discursos y producciones culturales que lxs ayuden a soportar el mundo, a hacerlo más alegre, más habitable. Me sorprendí de todas las emociones que me tomaron. Viajando voy descubriendo hasta qué punto mi historia personal y preferencias se espiralan tome el camino que tome. Cuánto llevo conmigo sin saberlo. Ya sentada en mi butaca esperando la peli me di cuenta de que además de sentirme como en cualquiera de los muchos de lugares donde agité recitales, proyecciones, muestras, fiestas, varietés con amigxs a lo largo de mi vida en Argentina; la salita me transportó también al Festival de Cine de Cracovia en que en 2010 compitió “Quien te Cuida” (el docu que mencioné más arriba). La semana que pasé en Cracovia rebotando entre las 3 salas donde se proyectaban cientos de películas fue otra de esas experiencias que no se olvidan. Una de las salas de Cracovia era casi idéntica a esta del Kinoki. En aquélla, un grupo cosmopolita y políglota nos quedamos hablando en una mezcla de idiomas una noche húmeda con el director de un documental buenísimo sobre Khmer Rouge: “Enemies of the people”. Esa charla parados en la calle charlando apasionadamente se transformó luego en una amistad con Rob Lemkin (el director) a quien visité un par de veces en Oxford y en Whitstable. Recuerdos felices, sensación de hogar en la sospecha de almas afines desperdigadas por todos los rincones del globo. Rincones, rincón. Siempre asocié la palabra rincón con lo acogedor y reconfortante. Hay algo de la pequeña escala (peco de romántica quizás) que me emociona y abre siempre pero un poco más en la gestión cultural a pulmón, porque le conozco los reveses y desafíos. Si están por San Cristóbal regálense un rincón de indulgencia audiovisual: vayan al Kinoki.

Cañón del Sumidero

Dije que si en San Cristóbal hubiera calor y mar no me iba más. Creo que ya había enviado un primer render a mis clientes cuando decidí darme dos o tres días de paseo, de hacerme tours fuera de la ciudad. El paseo “clásico” casi obligado que se hace desde San Cristóbal es el del Cañón del Sumidero. Es bonito pero no imperdible. El cañón sí es imponente y el servicio es bueno con un precio razonable pero es el tipo de paseo estandarizado que, si bien se disfruta, no es tan especial (Hablando de escala pequeña o grande, mi preferencia es coherente con mi emotividad). Lo cierto es que ahí abajo sí hace calor, como hacía en Palenque y en cualquier parte de Chiapas que no esté a miles de metros sobre el nivel el mar como nuestra querida capital del rolliterismo ilustrado.

58km en bici

Después del cañón, en lugar de hacerme otro de los paseos clásicos, decidí contratar un paseo en mountain bike con una empresa pequeña. Es más caro, claro, pero tenía la tranquilidad de haber mandado un render que se convertiría en dinero, así que me di el gusto. Tan pequeña era la agencia y baja la temporada que de hecho nos fuimos el guía y yo solos a pasear en bicicleta durante 7 horas y 58km.

Aunque tengo la costumbre de andar mucho en bici todas partes que consigo una, no tenía experiencia en mountain bike y me encantó. Eso sí, experimenté por primera vez una clara diferencia en mi capacidad pulmonar. Ni bien salimos (7 am) encaré la primera cuesta con mi característica plena confianza que fue rápidamente doblegada por un agotamiento inesperado. Recién ahí caí en la cuenta de lo que la altura puede implicar, y de que el desafío que me había impuesto podía ser más grande de lo que yo pensaba.

El primer rato fue de cuestas y senderos desparejos enlodados atravesando ejidos aledaños a San Cris donde los pobladores se juntaban para limpiar los cementerios: se acercaba el día de muertos. Luego vino una sorprendente experiencia física que no me esperaba: ir cuesta abajo por una carretera sin parar durante 15-20 minutos. La bajada más larga de mi vida con el viento despeinándome dentro del casco, los pies quietos y parada, pispeando la próxima curva entre las vistas imponentes del valle. Fue espectacular. En ese disfrute estaba cuando, habiendo perdido a mi guía de vista delante de mí, sentí algo raro en la rueda de atrás. Me hice la tonta unos metros hasta que no dio para más. Había pinchado. Por suerte vi al guía más adelante y la pinchadura se transformó en un rato de fiaca junto a la ruta, entre unas piedras amarillas increíbles, dignas de un decorado hollywoodense. Sí, ya sé, entro en modo todomevienebien, pero qué quieren que le haga, la vida es bella.El descenso terminó en una cascada cero turística, donde nos topamos con lugareños que se frenaron un ratito de regreso de la iglesia. Esa noche me dormí agotada y temprano. El render había sido enviado, la ciudad disfrutada y el paisaje atravesado; ya me tocaba ir a reencontrarme con Francesca y con el surf a Puerto Escondido, Oaxaca.