Guatemala: 9 días, 3 actos

Llevo algunos días entre Antigua y los suburbios de Guatemala. A la ciudad  entré sólo una vez (además del aterrizaje del avión). Por varios motivos, esta semana está entre las menos alegres de todo el viaje. Hace bastante frío. Yo no traje mucho abrigo y no tengo calzado apropiado. Acá todo es super caro y más que ganas de comprarme ropa me dan ganas de salir corriendo, pero estoy con un proyecto online que me exige dedicarme a trabajar antes de poder moverme otra vez.

Antigua, una postal

Camino por Antigua pensando que se ve muy bonito en las fotos, pero no se siente tan bonito como se ve. Me cuesta entender por qué. Una de las cosas que noto es que soy muy sensible a la ausencia de silencio, y aquí no es fácil encontrarlo. El ruido permanente me agobia. Si no hay silencio no me dan ganas de cantar ni de tocar. Es como si el sonido fuera un espacio. Si lo percibo saturado ya no me parece sumar nada a la superpoblación de ondas. A la mayoría de las personas, supongo, esta saturación les genera insensibilidad. Pero a mí ese mecanismo no me funciona. La ciudad se me hace muy cara y es muy difícil encontrar locales predispuestos a conversar. Los lugares están puestos para el turismo. Lo más lindo de estar en Antigua, el espacio más genuinamente vivo, es el mercado. Los restaurantes son caros y mediocres. Llueve todos los días al menos una vez. Tengo trabajo que hacer. Cuanto más rápido termine, más rápido podré irme de aquí.

Primer Acto

Llegó el día de irme de Antigua. El manual del viajero indicaba que tenía que conocer el Lago Atitlán, pero una vez más decidí hacer caso omiso de las paradas obligadas del viajero. Iba a hacer frío y llover. No quería eso ni siquiera en el escenario más espectacular. Esa mañana salíamos para Petén. Menos de una semana entre Antigua y Guatemala habían sido suficiente frío para mi. Laura (la activista amiga de amigo que me alojó los primeros días y a través de la que grabé y edité unas cuñas radiales para las comunidades en lucha con Trecsa por  el proyecto de la autopista eléctrica) me había ofrecido un sitio en su coche rumbo a Petén. Ella iba a reunirse con las comunidades del norte del país, y yo aprovechaba el tirón de carretera para escaparme del frío. En Petén hace calor. Nos íbamos a encontrar en un centro comercial en San Lucas, a 15 minutos de auto de Antigua. Habíamos quedado temprano así que madrugué, empaqué y me fui para el centro comercial con tiempo como para comprarme un desayuno en la confitería que queda a la entrada, junto al estacionamiento.

Como Laura estaba cocinando para llevar comida a la reunión, se le hizo tarde. Terminé de desayunar y ya no quería estar en el ruidoso salón de la confitería San Martín. Había un sol exquisito y se me ocurrió salir al estacionamiento a esperar sentada por ahí tomando sol. Me colgué mis petates, salí y crucé el estacionamiento a acomodarme en un rincón soleado. Me senté en el suelo junto a mi equipaje y me fui desabrigando. A excepción del ruido de motores de la autopista y algún que otro auto que entraba al estacionamiento, había bastante silencio. Eran las 7 y media de la mañana, de modo que el centro comercial estaba muy tranquilo. Me dieron ganas de tocar. Saqué el 4 y me puse a tocar para mi, para pasar el tiempo, para celebrar el solcito en mi rincón. A la segunda canción se me acercó un hombre de entre 30 y 40 años con curiosidad y buena onda. Se paró frente a mi y escuchó el tema entero. Cuando terminé me preguntó “Where are you from?” Me di cuenta de que el inglés no era su lengua nativa, me estaba hablando en inglés porque yo había cantado en inglés. Charlamos un poco en castellano después de que le aclaré que era argentina. Me dio un billete de 5 Quetzales y se metió al mall.

Cuando salió se paró otra vez a escucharme. Antes de que se metiera en su coche, quise darle la dirección de mi blog. Pensé que con decírselo alcanzaba (porque es fácil mi blog, ¿no?), pero me pidió que lo escribiéramos. Me reí sorprendida de que le costara retenerlo pero también agradecida de que me lo confesara y estuviera dispuesto a hacer el esfuerzo de anotarlo.  Entonces se agachó para explicarme su problema de memoria. Hacía 10 años había recibido un balazo durante un robo de su auto y la herida lo había dejado con muchísima menos memoria de corto plazo. Ese día, lo menos importante que le robaron fue el coche. De todos modos, la había sacado barata. Me disculpé por bromear acerca de su falta de memoria. Mientras se alejaba mirando hacia atrás para sonreírme, yo pensaba en el robo y en el arma. Pensaba en cuánto me habían insistido sobre no andar por Ciudad de Guatemala de noche.

Mi amigo desmemoriado se subió a su auto y arrancó. Ni bien se alejaba, se me acercó un hombre de entre 20 y 30 años. Era un guardia de seguridad del mall. Había varios dando vueltas por el estacionamiento. Sobre el celeste clarito de la camisa del uniforme, llamaba la atención un arma enorme. Me gustaría entender algo de armas para decirles cuál era. Pero no entiendo las armas. Él se acercaba y yo miraba el arma que, desde el suelo, me quedaba mucho más cerca que sus ojos.

Con timidez y una suavidad en la voz que no sé si era vergüenza, pereza o desacuerdo con su misión, me dijo que yo no podía tocar ahí. Intenté conversar en vano. Le hacía preguntas con la intención de dilucidar cuál era mi transgresión. ¿Estar sentada en el piso? ¿Estar tocando? El guardia no sabía. Me decía lo que le habían dicho que tenía que decirme. Se notaba que no estaba acostumbrado a que le preguntaran nada. Sobre su pecho un arma, sobre el mío un cuatro. En el estacionamiento había como 6 o 7 de esas armas dando vueltas, pero un solo cuatro. El cuatro no era bienvenido.

Segundo Acto

Finalmente Laura llegó a buscarme más de una hora y 3 llamadas de atención más tarde. Para ese momento estaba sentada en las escaleras de entrada del mall en el que estar tocando al sol estaba prohibido. Me subí a la camioneta de Laura y viajamos 10 horas casi sin paradas. En un momento del camino ella y su compañero se debatieron si desviarse media hora para ir a una cascada preciosa que visitan cada vez que van para ese lado. Que sí, que no, que sí. Llegamos y nos recibió un Don morocho y arrugado. Nos cobró una entrada. Bajamos de la camioneta y caminamos por un sendero entre la selva durante alrededor de 5 minutos. La cascada era hermosísima. El agua caía caliente, de modo que uno podía sentarse dentro del piletón bajo la caída y recibir una ducha caliente natural. Apenas llegamos, el vigilante de la cascada nos comunicó que quedaba apenas media hora de uso de la cascada. Era un lugareño de cara huraña y voz ronca. Olvidé su nombre, pero intenté conversar con el para ablandar su hostilidad. Conversamos bastante, pero no tuve éxito en ablandarlo. Todo el tiempo que estuvimos  cerca del agua estuvo diciéndonos cosas que podíamos hacer y que no, piedras por donde no podíamos caminar, etc. Su tono era siempre agresivo y exagerado, como si su trabajo lo estresara. Laura quiso mostrarme una cueva pequeña en la parte de abajo de una de las rocas gigantes por las que caía el agua. Uno se metía por el agua hacia abajo y adentro y lograba asomar apenas la cabeza a una cavidad de la roca donde se podía respirar. Fue lo más parecido a desaparecer que experimenté en mi vida. Estás ahí, pero nadie te ve ni escucha. Después trepamos la roca por un costado para acostarnos en unos charcos grandes donde el agua está aún más caliente, unos jacuzzi naturales. Se acercaba la hora de cierre y nuestro amigo el vigilante se inquietaba. Yo lo espiaba desde arriba de la roca y lo veía caminar de lado a lado inquieto. En un momento empezó a llamarnos y hacer ademanes. Su nerviosismo crecía evidentemente. Laura y yo saltamos desde arriba de la roca al piletón y yo me apresuré a cruzar hacia mis cosas para demostrarle al vigilante mis intenciones de irnos. A Laura y a mí nos hablaba con un tono más severo y agresivo que el que se atrevía a usar con el tercero de nuestro grupo, un hombre. Mientras esperaba histérico y malhumorado, me hablaba. Yo ya estaba lista, con la infantil ilusión de que eso lo tranquilizara. No aguantaba más su impaciencia y amargura. En un momento empezó a amenazarme. Que nos iba a dejar solos para volver caminando, que iban a asaltarnos maleantes por el camino. Que ahí pasaban cosas feas. El lugar era precioso, pero por segunda vez en el mismo día me estaban mandoneando neciamente, amenazando y eso me estaba dando ganas de irme. Nos fuimos caminando por el sendero. El vigilante y su hastío caminaron como 200 mts delante de nosotros, para demostrar su desgano y descontento ante nuestra tardanza. Todavía húmedos nos montamos en la camioneta rumbo a Las Flores donde cenaríamos y buscaríamos sitio donde dormir.

Tercer Acto

Al día siguiente me despedí de Laura y compañía. Ellos se fueron para la reunión y yo para un proyecto de Permacultura y Turismo Social en San Benito, muy cerca de donde amanecimos. Allí había otrxs viajerxs haciendo talleres y trabajo voluntario. Dormí en una casita en un árbol por 3 noches. El segundo día ahí, 4 de los visitantes nos fuimos a conocer las ruinas de Tikal, grandes y famosas. Llegamos al mediodía con el plan de quedarnos a ver el atardecer desde uno de los altos templos a los que se puede subir. El paseo fue muy lindo aunque un poco caluroso. Caminamos por todo el parque viendo no sólo ruinas, sino también animales y la majestuosidad de la selva. Cuando se acercaba la hora del atardecer nos encaminamos hacia el último templo para subir y ver el sol caer. 

Al llegar a la cima nos encontramos con andamios, escombros y un letrero que advertía que no se podía pasar a uno de los lados de la pirámide. En ese momento no había mucha gente ahí arriba. Francesca (una italiana con la que tuvimos afinidad instantánea) y yo, que habíamos llegado primeras y juntas, decidimos pasar igual porque era justamente desde ese lado que se podía apreciar la puesta del sol. Nos sentamos ahí felices y en silencio, pero el silencio no duró mucho. En seguida apareció un guardia del Parque, armado con otra arma gigante cuyo nombre también desconozco; a comunicarnos que no podíamos estar ahí. Para mi sorpresa, la razón que nos dio era que no habíamos pagado el extra de “sunset” en la entrada; nada que ver con los letreros, andamios y escombros. Yo protesté diciendo que ni siquiera nos habían ofrecido la opción, mientras caminaba a regañadientes hacia la cara Este del templo. No tardaron en llegar los contingentes de numerosos extranjeros agrupados por país o continente. Muchos venían con guía y sí habían pagado el extra de “sunset”, así que atravesaron los andamios sin entender una palabra de lo que decía el letrero. Al primer guardia se le sumó un segundo guardia, también armado, para controlar que nos comportáramos de acuerdo a los tickets que habíamos adquirido, y que emprendiéramos el regreso inmediatamente finalizado el atardecer. La sensación de paz y placer que me había invadido al llegar arriba del templo había desaparecido por completo al igual que el silencio (los contingentes charlaban en sus respectivas lenguas). En su lugar había indignación, fastidio y mi irremediable rebeldía contestataria que siempre se aviva ante la ridiculez, la injusticia y la necedad. Otra vez me quería ir.

Cómo se llama la obra

—¿Vamos a México?‑ le lancé a Francesca después de la cena.

Sus ojos se abrieron e iluminaron. No se le había ocurrido, pero ahora que me escuchaba, parecía que la idea la seducía. A mí me daban muchas más ganas de hacer ese cruce acompañada que sola. Mi viaje no se trató nunca de ir a tales países o llegar a ningún lado. Sabía que México iba a ser tentador pero también que es enorme y podía ser demasiado. No sabía si me iban a dar los tiempos y tenía muy claro que no tenía interés en apurarme por llegar aquí o allí. Pero esto era otra cosa, era apurarse a salir de Guatemala. Guatemala me había cansado. Sólo hoy, escribiendo este post más de dos meses después, me doy cuenta del poquísimo tiempo que pasé ahí. En mi memoria inexacta calculaba entre dos y tres semanas. Mirando el calendario y las fotos de mi teléfono caí en la cuenta de que estuve apenas 9 días en este enorme país. Estoy segura de que hay lugares hermosos (por ejemplo el Lago Atitlán a donde finalmente no fui) y experiencias maravillosas para otras personas en estas tierras. En mi experiencia, sólo quise irme. Tanto así que 9 días me parecieron 3 semanas.

Me voy a México rápido

Francesca dijo que se lo iba a pensar. Al día siguiente dijo que sí. Para completar la experiencia guatemalteca me agarré un virus en el estómago. Viajé por tierra de Guatemala a México después de horas y horas de retorcijones e idas al baño. Tantas eran las ganas que tenía que irme, que estas circunstancias no opacaron la maravillosa experiencia del shuttle que nos llevó desde Las Flores directamente a Palenque sin pasar por Belize. Cruzamos la frontera por El Ceibo. Este shuttle costó apenas 30 quetzales más que el bus de línea que conecta una vez al día San Benito con México atravesando Belize en un viaje el doble de largo. Faltaban 3 días para que pudiera volver a probar bocado y como 4 hasta poder tener acceso a una conexión wi fi estable. Pero no importaba nada. México abría un nuevo capítulo en el viaje que me resultaba sumamente intrigante, inesperado y alegre.