La altura y la vista

Alto Chante

El chante (casa) de Chelo está al fondo de Santa Teresa al final de una empinadísima cuesta. El primer tramo lo subimos en su auto, pero hay un segundo que se hace sí o sí a pie por una escalera angosta de piedra. El premio a semejante esfuerzo anaeróbico es, por supuesto, la vista. ¿O es la altura agradable en sí misma?¿Será que la vista nos hace conscientes de la altura y es por eso tan apreciada? Cuando uno habita una casa que está en altura, arriba y abajo se vuelven dos categorías que trozan la percepción como el perfecto aguacate que Chelo abre a la mitad para convidarme junto con un exquisito guiso de lentejas y verduras. Si quiero, me dice, después de almorzar podemos ir a pasear en kayak por un manglar con una “compita” de él. Otro dulce término tico: compas, compitas; son lxs amigxs. Por supuesto que quiero.

Chelo es mi anfitrión en Santa Teresa. Es biólogo, me cuenta, pero la almidonada formalidad de la academia lo agotó. Entonces se dedica a ser guía naturalista. Es domingo al mediodía, Chelo me sirve un plato de su almuerzo a los 5 minutos de haber subido la escalera de piedra con todos mis petates. Ya uds. saben que no tengo mucho equipaje pero subiendo una escalera de piedra empinada y húmeda, cada cm3 y miligramo se sienten. Cargo poco pero siempre estoy fantaseando con que sea menos.

Curar la miopía

Mientras comemos miro la tremenda vista que hace que uno no quiera bajar nunca más. ¿Por qué me fascina tanto? Siempre que se menciona la “vista” que tiene un paraje, se trata de una visual amplia que permite a nuestros ojos abarcar varios km de una sóla mirada. La tan preciada vista parece tener relación con poder mirar de lejos. Mirar de lejos para apreciar. Como si a uno le ofrecieran un descanso de una miopía crónica e inadvertida. Por un lado está el horizonte, claro, con sus evocación a las posibilidades infinitas, su peso simbólico como futuro, como utopía, proyecto, deseo. Pero me impacta más lo otro, la súbita conciencia de la escala, el efecto anti-miopía de mirar de lejos y a lo lejos y sabernos pequeños y fugaces. Como si la vista, el sentido de la distancia por excelencia nos devolviera la fuerza que esconde nuestra fragilidad. Contemplar ocasiona un reseteo que deja a mis otros sentidos, los del contacto directo y la proximidad más ávidos que antes. La conciencia de mi fragilidad y fugacidad me devuelve contundentemente a mi cuerpo.

Sentidos de abajo

Lavo los platos mientras Chelo arma una mochila. Guarda linternas, repelente, un bolsito impermeable; accesorios para ayudar a nuestro cuerpo a disfrutar del contacto directo con la naturaleza, ese otro que es también uno pero que no. Con la panza llena y los ojos inundados de horizonte bajaremos al barro, a pasear en kayak por un manglar. A embarrarnos y humedecernos, a oír e intentar distinguir cantos de pájaros. Viajaremos de arriba hacia abajo; de la vista al tacto y los oídos. Ari y Chelo me enseñarán mucho sobre la región y sus aves y yo les haré fotos para que puedan empezar a vender los paseos. Mi breve estadía en Santa Teresa recién comienza. En 2 días Chelo me sacará los puntos de la pierna izquierda con la vista de fondo. En 3 días tocaré en vivo por primera vez en el viaje. Cocinaré macarela fresca comprada en la playa. Chelo y yo nos encontraremos en largas conversaciones contemplativas sobre el deck que nos habilita esta vista y bajo la luna llena. Nos haremos amigos en 4 días. Porque la altura, la vista y el tiempo son siempre relativos a la experiencia que los hilvana.